Tras la ventanilla del avión se aprecia en la lejanía unas aguas turquesas. Las olas rompen en las rocas y a unos 12 km aparece Atenas.
Atenas seguro que no te deja indiferente y aunque casi sólo visites la Acrópolis, la visita a la capital griega habrá valido la pena. La Acrópolis, sin duda, el lugar que concentra las miradas de la ciudad.
Atenas tiene más. Hay que mirar más allá de la suciedad, de los pavimentos irregulares con los que uno tropieza casi a cada paso que va, de los perros callejeros, de los gatos que te asustan, de esas calles que parecen sacadas de urbanizaciones de los años 70.
Atenas es una ciudad con muchos rincones por descubrir, con placitas llenas de magia. Una ciudad llena de alegría y simpatía en cada pequeño restaurante que hemos entrado.
Unas jarras de agua, un poco de queso feta con aceite de oliva, unas aceitunas griegas y la gastronomía te enamora. Al igual que la simpatía de los camareros al intentar pronunciar “efgaristos” (gracias) en griego.
Los griegos me han parecido muy amables, un pueblo generoso y abierto. Pocas veces hemos tenido problemas de comunicación ya que la mayoría hablaba el suficiente inglés como para entender a los viajeros.
Siempre con detalles agradables (nos invitaron a cafés, a postres, me regalaron unos bombones) y siempre con una sonrisa en la boca.
La visita a la Acrópolis será otro capítulo, pero el haber visto a las Cariátides cara a cara y haber podido tocar el Partenón es algo que no deja indiferente.
Atenas no es lo que esperas de una capital europea, es simplemente Athína.
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