Desde pequeña he oído hablar del Palacio de Versalles; palacio mandado construir por el gran monarca Luis XIV, el Rey Sol que quería una residencia alejada de los problemas de París.

Siempre he pensado que era un palacio lujoso, donde el Rey y la Reina vivían cómodamente rodeados de muebles, de tapices, de joyas… Siempre con la corte, planeando fiestas y viviendo el placer mientras se dilapidaban las arcas del reino.

Por fin he podido ver en “carne y hueso” (más bien, en ladrillo y hormigón) el famoso palacio. He quedado totalmente asombrada del lujo que hay en él; todo lo que me hubiera podido imaginar es poco. Caminas por estancias y más estancias; el palacio se convierte en un laberinto de estancias de colores sobrecargadas en el que tu mirada apenas puede reposar.

Paredes repletas de cuadros, muebles con un arduo trabajo de ebanistería, lámparas con lágrimas de cristal, telas bordadas…

Y cuando pensé que nada más podría impresionarme; salimos a los jardines. La superficie es tan grande, que no la sé, puesto que me cansé de tanto andar por el sol de julio. En cada paso que dabas aparecía más jardín, más árboles, más césped y más flores. Había fuentes con juegos de agua al son de la música, esculturas por doquier…

Al pasear por estos bellos jardines me ha gustado imaginarme la vida real (imaginación basada en películas, supongo), en como hace siglos paseaban los monarcas de Francia, por los mismos senderos que yo.

Pero, ¿realmente era necesario tanto?